Thursday 15 March 2007

RECUERDOS DE GALICIA

“Morriñas”
RECUERDOS DE GALICIA

De pibe escuchaba a viejos emigrantes evocar con tristeza y nostalgia a su tierra; tanos, gallegos, asturianos, polacos, para todos ésta era una tierra bendita. Dejaron madres, esposas, hijos; muchos nunca volvieron, ni pudieron traerlos a la Argentina. Vivían en una piecita en una modesta casa de barrio. No imaginaba que mis viejos pudieron sufrir el mismo dolor, ¡si mi vieja cantaba todo el día!, aunque leyera las cartas con su cara llena de lágrimas. En mi inocencia infantil yo creía que eran de alegría.
En 1929 mi viejo llegó con 24 años en el “Monte Olivia”, aquí estaba su padre y dos hermanas. En Ordenes, una hermosa villa a mitad de camino entre La Coruña y Santiago de Compostela, dejaba su casita, su madre y cinco hermanos menores.
Mi vieja, con apenas 19 años, llegó en el “Almanzora” en 1930 junto a su hermana y el esposo, venía de Monforte de Lemos, un enclave ferroviario cerca de Lugo. El matrimonio tuvo un hijo en 1931 y regresó a España en 1933; el padre de mi viejo volvió en el mismo año, sus dos hermanas se quedaron en Buenos Aires. Mis viejos se casaron en diciembre de 1933; soñaban juntar unas pesetas y volver. La Guerra Civil primero y la Segunda Guerra Mundial después, destruyeron su ilusión.
Durante 25 largos años vivieron con la digna humildad del emigrante y yo crecí, en medio de recuerdos y emociones; evocaban a sus padres, sus hermanos, el mar, las rías. Mi casa se convirtió en centro de reunión; parientes, amigos, todos soñaban volver. Aquel primo argentino nacido en 1931 vivía en Vigo y decidió hacer la colimba en su Patria; llegó el 25 de diciembre de 1950 en el “Monte Udala”. Fue un milagro de Navidad, ese colimba “galleguito” se transformó en mi hermano mayor, sentimiento que nos unió para siempre; vivió cuatro años con nosotros, no se quería ir.
La nostalgia pudo más y los viejos decidieron cumplir su sueño; eran las primeras vacaciones que se tomaban en su vida. Ella viaja con mi hermano de 7 años en el “Salta” el 17 de abril de 1954, con la promesa que mi viejo y yo la íbamos a buscar.
Yo tenía 16 años, estudiaba, jugaba al fútbol, andaba detrás de todas las pebetas de mi barrio... repetía como cualquier adolescente incomprendido: “¿Qué voy a hacer yo a España?, no quiero perder un año de estudio” ; me quedaba con mis tías, total solo eran 70 días.
Pero un día el galleguito que vestía el uniforme de la Patria, me dijo: No ves que tu padre está triste porque no quieres acompañarlo. El con sus recuerdos me había hecho “conocerlos” a todos; no podía hacer sufrir a mi viejo, me torturaba el recuerdo de esas lágrimas que veía de pibe. Cuando le dije: ¡Voy con vos!, vi la ilusión en sus ojos; el 2 de julio nos embarcamos en el “Alberto Dodero”. Perdí ese año de estudios, pero jamás me arrepentí.
Comprendí lo que habían vivido durante esos 25 años, “cuando volvieron conmigo a Galicia”. Como canta Julio Iglesias en Morriñas, cambiaron aquellas lágrimas de tristeza al leer las cartas, por lágrimas de alegría al regresar a su tierra. Mi vieja tenía toda su familia; mi viejo había perdido a su madre, mi abuela no había podido soportar que uno de sus hijos debiera combatir en Teruel durante la guerra civil.
Volví dos veces más a España y la vida me llevó hasta Japón, pero aquel viaje transformó mis sentimientos para siempre. Había entrado en un libro de historia, en el túnel del tiempo, era como encontrarme con San Martín, con Belgrano. ¡Conocer a mis abuelos!, no conocía sus voces, solamente por fotos. Regresamos en setiembre, pero esos 70 días en España son algo irrepetible que nunca mas volveré a vivir, aunque regresara cien veces y viviera mil años. Porque vi llorar por primera vez a mi viejo al volver a su casita, al encontrarse con su padre; al ver que sus hermanos que había dejado muy chicos corrían a recibirlo con sus hijos; al llenar de flores el lugar donde descansaba su madre y pedirle perdón. Había partido de España sin decirle adiós, porque no quería verla sufrir.
En Monforte de Lemos, tenía primas de mi edad que se pegaron a mi como un chicle y se paseaban conmigo dándose dique con sus amigas. Yo... porteño agrandado, hacía pinta con la ingenuidad de aquellos 16 años de hace más de medio siglo, porque tenían una amiga que era un minón infernal. Los despertaba con discos de Gardel, los hice tomar mate, jugaba al fútbol y me llamaban Grillo porque un año antes le habíamos ganado en el Monumental y el gol lo había hecho él; bailé el tango como si fuera “El Cachafaz”, aunque apenas sabía dar algún paso. Me sentía Gardel.
Nunca olvidaré aquel verano y las broncas de mi abuelo cuando le metía la “mula” y le ganaba al chinchón; él no se quedaba atrás. Tomábamos agua de un manantial cerca del Río Cabe, trataba de armarle el cigarrillo pero nunca me salía bien y él me enseñaba todo su repertorio de cantos gallegos. “A rianxeira” y otros con letras que “no se podían cantar” . Yo las repetía sin entenderlas bien; mi abuela se enojaba porque no quería que me enseñara “esas canciones ”; él reía como un pibe.
Cuando regaba la huerta, me escondía y le pisaba la manguera, me corría, yo levantaba el pié y el agua salía a chorros; nunca nadie se “acordó” tanto de Dios como él esos días. Se hacía el enojado, pero jugaba felíz como un chico; le habíamos llevado una alegría inesperada. Subimos al Castillo de los Condes de Lemos; me metía cada “boleto” sobre los moros que lo habitaron, que jamás olvidé.
Mi abuela era una sombra, silenciosa, con una carita de buena, de esas personas que mirarlas te irradian paz, que mi hermano y yo comiéramos a cada rato era su obsesión. Me regaló una virgen y la foto de mi vieja de maestra rodeada de sus alumnos; me contaba que cuando ella no estaba los chicos le pedían: “Señora María, ¿nos toma la lección?”. Agarraba el cuaderno, los escuchaba, hacía que leía y les ponía buena nota a todos y todos contentos. Los chicos no lo sabían; ella no sabía leer ni escribir.
Mi tío Manolo era un tipo alto, con una sonrisa que mostraba unos dientes largos y blancos; se me parecía a Gary Cooper . Trabajaba en el ferrocarril, yo lo acompañaba a Vigo ida y vuelta y cuando regresábamos tomábamos con mi abuelo y mi viejo unas “tapas” en el bar de la Estación.
Mi tío Dosi, el padre de mi primo argentino, se hacía el enojado porque el "enamorado aventurero" -como él lo llamaba- no quería volver a Vigo; Buenos Aires y “las chicas de Divito” lo habían atrapado.
Me daba cuenta que estaba viviendo un sueño, aquellos días fueron unos de los períodos mas felices de mi vida, aunque veía a mis viejos sufrir la tristeza de saber que tenían que volver, su vida estaba aquí y quien sabe cuando volverían.
En su vieja casita de Ordenes que llamaban El Paraíso, que casi tiene 200 años y en homenaje a la cual le han dado el nombre a la calle donde está, aprendí a querer más a mi viejo, comprendí la soledad del emigrante y conocí a mi otro abuelo, un “compadrito”, siempre con sombrero, “el gacho gris de Gardel” decía él, pantalón bombilla, taquito militar y pinta de “milonguero”. Había estado dos veces en Buenos Aires, me preguntaba por Alfredo Palacios y la calle Corrientes; le mandábamos “La Prensa” de los domingos. Conocedor del lenguaje porteño, me engrupía que era un “taita” que frecuentaba el Paseo de Julio y que lo había ido a ver cantar a Gardel en el cine teatro Broadway.





Monforte de Lemos para mí es mas hermoso que Nueva York y la casita de Ordenes, es mas importante que el Empire State. El tiempo y la distancia pueden haber magnificado mis sentimientos, pero soy un porteño sentimental y tanguero.
En Monforte, frente a la huerta, jugábamos con mi abuelo a quien tiraba la piedra mas lejos en el río. Sentados en la orilla me preguntó pocos días antes de volver: ¿Negro, no quieres quedarte aquí?. Yo le dije que no podía, tenía que estudiar, quería volver a mi San Lorenzo, a mi fútbol y a relojear las pebetas del club; nunca lo olvidé, su pregunta era en serio. Ese momento iba a recordarlo toda la vida.
Regresamos el 30 de setiembre, las despedidas deben ser repentinas, sin dudar; mi abuelo me lo enseñó en el puerto, nos despedimos pensando que aquellos días en que jugábamos como dos chicos se convertían en historia. Desde la terraza del puerto hacia la cubierta del “Salta”que nos traía de vuelta, nos miró profundamente, tenía los ojos coloraditos y vidriosos, levantó su mano diciendo adiós y se volvió de golpe, sin mirar para atrás. La Argentina quedaba muy lejos.
Regresé con mi esposa 17 años después, casi exclusivamente para verlo, aunque ya no pudiera jugar conmigo a tirar la piedra más lejos en el río. Tenía 95 años; mi otro abuelo “taita” ya se había ido.

Volví por tercera vez en julio de 1986, con mi esposa y mi hijo que tenía 13 años; mi abuelo nos había dejado diez años antes. Pero quería que él conociera esos lugares y esas personas; que comprobara porque a los 16 años ese viaje inolvidable me había cambiado la vida. Cuando ya Barajas era un lejano punto en la ventanilla de regreso, le dije algo así como: Quien sabe cuando volverás, quien sabe algunos de los que conociste ya no estén; quien sabe si yo estaré; pero aunque no esté a tu lado volvé; allí me vas a encontrar.
Los jóvenes tienen ilusión, los que estamos tomando la curva que nos lleva a la bandera a cuadros, nos abrazamos al recuerdo. Mi corazón necesita volver a Galicia, me va a pasar lo mismo que le pasó a mis viejos, lo que canta Julio Iglesias en Morriñas, lo se, pero volveré para despedirme de todo. Puede ser mi último viaje; no se si tendré el coraje de regresar.
Y mis dos viejos que “lloraron de alegría al regresar conmigo a Galicia”, estarán a mi lado.


José Manuel Castro

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